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Fue en el precarnaval de 1966 cuando comenzó la historia de La Troja, este emblemático lugar, no solo de Barranquilla sino del Caribe colombiano, declarado Patrimonio Cultural de la ciudad. Ese año, un grupo de jóvenes de la clase alta barranquillera, cansados de la decadencia en que estaban los tradicionales night clubs del barrio La Ceiba, como el Place Pigalle, El Palo de Oro, La Charanga y El Molino Rojo, entre otros, donde hasta entonces se divertían, decidieron rumbearse las fiestas en una especie de choza ubicada en un altillo, en la carrera 46, entre calles 70 y 72, en inmediaciones de los tradicionales restaurantes Mi Vaquita, El Toro Sentao y Doña Maruja, hoy desaparecidos.
Jorge López, mesero del Country Club, fue contratado para que los atendiera en ese remedo de palco, el primero de que se tenga conocimiento en la historia del Carnaval, frente al cual pasó la Batalla de Flores de ese año. Aunque no pusieron un aviso en la pared, sí lo hicieron en un pequeño cuadrado de cemento fresco donde todos estamparon su firma y su huella como acto de fundación, debajo del denominativo que mejor describía el aspecto del lugar: La Troja. No imaginaron nunca que hoy día haya miles de amantes de la salsa que se autodenominan trojeros y trojeras.
Aunque el grupo de rumberos le dejó el sitio a López para que lo explotara a cambio de que los atendiera de vez en cuando, a él no le gustó ese ambiente, y prefirió volver a los pomposos salones de club, dejándolo en manos de su paisana de Cereté doña Zunilda Velásquez de Madera, quien unos años antes había llegado a la ciudad con sus pequeños hijos y se dedicaba a repartir almuerzos a los albañiles de las construcciones del barrio Boston.
Uno de los niños de doña Zunilda era Edwin, que a pesar de solo tener diez años de edad, le ayudaba en su nuevo negocio, que pasó de ser cantina de niños bien, los fines de semana, a floreciente expendio de fritos, y chicha de arroz y de maíz.
Al poco tiempo consiguieron un pequeño equipo de sonido de cuatro tubos, y empezaron a vender cerveza a ritmo de vallenatos, porros, boleros y hasta tangos, según eran de diversos los gustos de la clientela. Fue la época en que el narrador Antonio Borja Suárez y otros compañeros que trabajaban en Emisoras ABC, ubicada en la esquina de la 70 con 46, bautizaron el lugar con el nombre de Quiosquito ABC. Los domingos, doña Zunilda amplificaba los partidos del Junior narrados por Édgar Perea y el negocio se llenaba con los aficionados que no podían entrar al estadio.
“La vaina iba bien, mi hermano, recuerda Edwin nostálgico. Hasta mediados de los setenta la cosa mejoraba cada día y yo le metía el hombro con mi mamá y mis hermanos, pero cuando empezó la bonanza marimbera, cuadro, se nos empezó a llenar el negocio de atarbanes que amenazaban con no pagar la cuenta si no poníamos solo vallenatos de tal o cual artista. Muchas veces hacían tiros al aire y alardeaban con sus camionetas, haciendo chirrear las llantas. Eso me hizo alejarme del vallenato, no por la música en sí, sino por la gente que llegaba a oírla a nuestro sitio. Pero aguantamos hasta comienzos de los ochenta.
Vea, mi llave, para ese entonces fue que el brother Héctor Lavoe me lavó el cerebro y los oídos. Cuando veía a mi mamá embelesada oyéndolo cantar en ritmo de salsa, La verdad, ese vallenato de Freddy Molina que yo había conocido en la voz de Alfredo Gutiérrez, empecé a descubrirle otra dimensión a la música.
Y la apertura definitiva del panorama de mi sabor salsero fue el 6 de agosto de 1980, cuando mi viejita linda me llevó a ver el concierto de la Fania All Stars y Tito Nieves con el Conjunto Clásico en el Estadio Romelio Martínez. Allí actuaron todos los duros de la salsa, pero las antenas de mi corazón estuvieron dirigidas al Cantante de los Cantantes. Al poco tiempo, en 1981, murió mi vieja, y entonces tomé la decisión de cambiarle el rumbo a mi vida y al negocio que ella me dejó. Saqué de la discoteca todo lo que no fuera salsa y amarré un bulto que alguien se llevó, y me quedé con 33 elepés.
Mandé a hacer un aviso con letras amarillas y fondo verde y le puse: La Troja, el mejor ambiente salsero. Para empaparme del tema me iba todos los días al estadero El Taboga, que considero ha sido mi universidad. El dueño era un señor santandereano, don Samuel Gutiérrez, y lo atendía su hijo Eduardo. Allí conocí a los mejores discjockeys de toda la historia, César Hernández y Luciano Barraza. Ellos fueron mis directores de tesis salsera”.
Por La Troja han desfilado todos los cantantes colombianos del género salsa, y para los soneros extranjeros que llegan a la ciudad es de rigor la visita al lugar. Muchos de ellos han cantado sobre la pista de sus propias canciones. Lo testimonia la galería fotográfica. Durante treinta años se fue creando esa armónica atmósfera democrática que siempre ha identificado a La Troja.
Es quizá el único lugar al que los de clase alta no temen ir y los de otros estratos sociales tienen como una de sus grandes aspiraciones lúdicas, porque es el sitio donde pueden codearse con políticos, empresarios, escritores, poetas, periodistas, gobernantes y catedráticos, sin que haya en el ambiente algún tipo de discriminación o segregación. Cualquier día uno puede estar al lado del alcalde Alejandro Char o del gobernador Eduardo Verano, de las diseñadoras Tina Newman y Judy Hazbún o del exalcalde de Bogotá Lucho Garzón.
“Pero como dice Héctor Lavoe, todo tiene su final”, apunta Edwin, parafraseando a su ídolo. El 1 de julio de 1996, al cumplir treinta años de actividades, tuvimos que mudarnos por fuerza mayor, y nos despedimos de la 46 con un concierto que llamamos Primer Festival de Soneros, en el que actuaron Jairo Licazalle, Saulo Sánchez, Tico Stevenson, Jaime Pico Pico Villanueva y El Halcón, presentado por Rodolfo Espinoza Brugés.
Enseguida, el 5 de julio, abrimos en la esquina de la carrera 44 con calle 74, presentando otro concierto con el Grupo Raíces, La Barriada y Son 5. Desde entonces hemos estado aquí, luchando por darles gusto a los amantes de la salsa. Aquí continuamos con las actividades de El Goce de lo nuestro, en época de precarnaval y carnaval, que comenzamos en la vieja sede. Consiste en darle espacio a los ritmos autóctonos, combinado con actividades académicas o talleres didácticos en los que han participado estudiosos como Cristóbal Díaz Ayala, cubano- puertorriqueño; Julio Oñate Martínez, Laurian Puerta, Erasmo Padilla, Édgard Rey Sinning, Jaime Abello Banfi y muchos coleccionistas que han contribuido a preservar nuestras raíces.
En la parte musical han estado Joe Arroyo, Los Corraleros de Majagual, el Sexteto Tabalá, Totó La Momposina, Aníbal Velásquez, Lisandro Mesa, Adolfo Echeverría y muchos más. Lo hacemos para que esto no sea simplemente una fábrica de borrachos, como muchos otros sitios.
Ahora, Edwin Guayacán Madera se prepara para celebrar dos aniversarios de La Troja. Los 45 de fundada y los quince en su nuevo espacio, en el que fue declarada Patrimonio e Institución Cultural y Musical de Barranquilla, según reza la placa firmada por Roy Pérez, entonces director del Instituto Distrital de Cultura, IDC.
Una de las pocas cosas que no consumió el incendio ocurrido el 21 de octubre de 2001, en el que se quemaron 4.300 acetatos y 3.600 cedés. Pero todo se recuperó gracias a la solidaridad de sus amigos salseros.
Con su hija Ana Milé, administradora; Danny Saoko Tinoco, director artístico; Mao Meléndez, DJ; Asdrúbal El Pequeño Ruiz, el Cantinero Mayor, y todo el equipo de trabajo, tienen todo afinado para el gran concierto en el que actuará por primera vez en Barranquilla, el legendario Nacho Sanabria, el Grupo Raíces, Luifer de la Salsa, Ángel y Marlon, Tropisalsa, Africaribe, Los Gaiteros de San Jacinto, Sexteto Cubanía, Grupo Orissa, La Nómina del Pin, Richie Pla y Kike Álvarez con la Orquesta KY Latina, que tendrá como invitado a Diego Morán, quien reaparecerá en los escenarios de Colombia haciendo un tributo al Maestro .Joe Arroyo.
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Hora en Barranquilla: 11:14, 12.21.2024